Opinión
Por
  • ENRIQUE SERBETO

La eutanasia del buen sentido

Consultando la Carta Europea de Derechos y Libertades o incluso la Declaración Universal de los Derechos Humanos, no he visto ninguna mención al pretendido derecho a una "muerte digna". Al revés, todos estos textos empiezan enunciando claramente y sin ningún punto de confusión que todo ser humano tiene derecho a la vida. Tampoco tengo constancia de que haya habido casos extremos en España en los que personas se hayan encontrado ante un sufrimiento insoportable y que hayan tenido que atravesar con dolor extremo e inútil los últimos momentos de su existencia terrenal. Alguno puede que sí, pero yo no lo conozco. Sin embargo, puedo contar que hace unos años, y no muchos, tuve que afrontar personalmente esa situación dramática cuando el cáncer se llevó la vida de mi madre. Los médicos que la atendían llegaron hasta donde pudieron con los medios a su alcance y cuando ya era evidente que no se podía hacer nada más, gestionaron esos tristísimos momentos con profesionalidad y compasión, tanto para ella como para sus hijos, usando los protocolos que ya existen. De hecho, supongo que si en los hospitales españoles esto hubiera sido un problema habrían sido los propios médicos los que habrían sugerido al legislador que les echase una mano para resolverlo, y esto tampoco ha sucedido. Al revés, nadie les ha preguntado a ellos, que serán quienes deberán aplicar esta medida, digámoslo con todas las letras, los que en vez de intentar curar a un ser humano o poner los medios para evitarle el sufrimiento, van a tener que matarlo llegado el caso.

De ahí deduzco que las razones por las que el Gobierno ha decidido aprobar a toda prisa la ley de la eutanasia, no tienen nada que ver con ninguna demanda pública ni necesidad social. Sencillamente es algo que alegra la idea de que esta coalición tan extraña hace algo concreto, contenta a los socios más extremistas y, de propina, acentúa la división social con un tema de estos de los que ya se sabe que enciende todas las polémicas. ¿Esto es lo que necesita el país en estos momentos, ahora que acabamos de enterrar a treinta o cuarenta mil ancianos por culpa de una pandemia mal gestionada en las residencias A mí me ha parecido una provocación, una burla. Por más que haya logrado un amplísimo consenso en el Congreso –¡solo faltaría que se hubiera aprobado como decreto ley aprovechando el estado de alarma!- sigo pensando que es una mala decisión que no era necesaria y que no resuelve ninguno de los problemas que preocupan de verdad a los ciudadanos. Ninguno. No veo que haya nada de progresista ni de digno en reivindicar la muerte, prefiero la esperanza de la vida siempre, sabiendo, ay, que todos pasaremos por ese momento. Y también tengo que reconocer que hace tiempo que aprendí que vivimos en un mundo complejo y desordenado, regido por una entropía natural e inevitable, así que yo también me libraré muy mucho de decir que lo que yo pienso sirve para todas las circunstancias y todas las personas, porque no conozco a todas las personas ni sé qué problemas concretos tendremos que afrontar unos u otros. Pero, en general, tiendo a ser muy cauteloso cuando el dilema involucra una opción que no es reversible, como la muerte. En este caso, además, puedo hablar con experiencia, puesto que como algunos de los amables lectores de estas líneas pueden saber, gran parte del año vivo en Bélgica que es uno de los primeros entre los poquísimos países del mundo que han aprobado esta forma de suicidio asistido. Cuando lo hicieron en 2002 tal vez pensaban también que era algo bueno, pero las cifras, la realidad, demuestran que cuando se abre una de estas puertas detrás se descubren cosas que explican por qué las teníamos bajo llave. En 2003 se aplicó en 235 casos y el año pasado fueron ya 2655 las personas muertas a manos de los médicos. La sociedad belga se ha envilecido bajo el síndrome de la rana en la olla, que aprecia bien esa sensación agradable del agua tibia sin darse cuenta de que en realidad está siendo cocida y cuando hierve ya no tiene nada que hacer. Aquí he conocido gentes que asisten a la eutanasia de un familiar casi como si fuera un acontecimiento social. Y eso que en Bélgica la ley establece específicamente que no se trata de un derecho, como presumen los impulsores de la norma española. Un derecho no se puede negar y crea por tanto una obligación de atenderlo, que es un concepto –el de un Estado que en vez de proteger a sus ciudadanos en cualquier circunstancia asume la obligación de matar a los que se lo pidan-que a mí me parece horripilante. Y sabiendo que el mal existe, no me cabe ninguna duda de que esta ley también puede ser usada para mal y que seguramente allí donde se puede está siendo utilizada también con fines perversos.

Poco más que decir esto se puede hacer ya, porque el error está consumado y además a conciencia, con alevosía propagandística que es el único rumbo claro del gobierno. Así que permítanme que les cite un párrafo escrito por José Ortega y Gasset hace unos 80 años y que suscribo plenamente. "El progresismo –dice el filósofo- al creer que ya se había llegado a un nivel histórico en el que no cabía sustantivo retroceso, sino que mecánicamente se avanzaría hasta el infinito, ha aflojado las clavijas de la cautela humana y ha dado lugar a que irrumpa de nuevo la barbarie en el mundo". La barbarie. Ahí está todo dicho.