Opinión
Por
  • MIGUEL ÁNGEL BALLARÍN

Filomena y el negacionismo

Me confieso muy sorprendido por las temperaturas mínimas alcanzadas a esta altura del siglo XXI y, por consiguiente, nada con que haya quien lance las campanas al vuelo negando el calentamiento global.

Como enamorado de este maravilloso planeta, lejos de aspirar a cambiarlo, me gustaría dejarlo como está, así que por vocación soy negacionista. Pero la ciencia no es dialéctica sino lógica, no va de construir un relato para tener la razón y acomodar a nuestros deseos la realidad, sino de desentrañarla, nos guste más o menos lo que vayamos descubriendo.

Como acertadamente dijo un negacionista una cosa es el tiempo y otra el clima. A la hora de elaborar medias y construir la gráfica del clima pesa más lo cotidiano que lo anecdótico.

En 1982, como punto de partida para un estudio de la flora del Prepirineo ribagorzano, elaboré una de estas gráficas partiendo de los datos de un periodo ininterrumpido de 50 años en Monflorite.

Se consideraba 50 años como periodo mínimo para establecer un clima, entonces supuestamente invariable. Aún así hube de renunciar a cruzar estos datos con los de la estación de Lérida, pues sólo los proporcionaba desde 1957 (para entonces menos de la mitad del periodo requerido).

La falta de series muy largas e ininterrumpidas es uno de los obstáculos a los que se enfrentan los estudiosos del clima. No obstante existen métodos paleo-climáticos que permiten hacerse una idea bastante aproximada.

Al cobrar especial intensidad en Madrid, donde habría que retroceder un siglo para ver algo parecido, Filomena ha conseguido un enorme impacto mediático, si bien no debemos olvidar que la meseta se encuentra a seiscientos metros de altitud y que en tiempos no tan lejanos se han dado episodios de similar intensidad a nivel del mar. Por otro lado hablar de temperaturas más bajas del actual siglo es como hablar de los jugadores más bajos de la NBA, habida cuenta de que diecinueve de esos veinte años han sido los más cálidos de que se tiene constancia, no quedando nada lejos el otro (1998).

En televisión mostraban recientemente que un centímetro de nieve equivale a un milímetro de precipitación (como mínimo) y lo que en conjunto supondría ese agua para la red de embalses.

En tiempos en que el ser humano dependía más directamente de la Naturaleza (ahora parece que menos y así nos va) se decía "año de nieves, año de bienes" y es que, además de eliminar plagas en los cultivos, la nieve suponía para el secano un aporte mucho mayor que una cantidad similar de precipitación en forma de agua. El manto nivoso evita la desecación del suelo por sol y viento entregando a éste, cuando se deshace, hasta la última gota. Es como el salario de un marino que tras largas jornadas en alta mar a gastos pagados recibe íntegro su salario a fin de mes, nada comparable al de un jugador que durante el mismo período a recibido esa cantidad en premios, de la que una buena parte a desaparecido en impuestos, propinas y celebraciones.

Valoramos los daños producidos pero no sus beneficios, evidentes en este caso, y que serán más difíciles de encontrar en vientos huracanados, tornados y demás fenómenos extremos a los que nos aboca nuestro caótico desarrollo, promesa de unos daños que la abstracta economía tal vez pueda asumir, pero no nuestro planeta, no la realidad material que soporta nuestras vidas.