Opinión
Por
  • Javier García Antón

Alquézar y Einstein

Atardecer en Alquézar
Atardecer en Alquézar
M.A.

SI ANA TORROJA cantaba “el cielo por mí se puede esperar”, a los altoaragoneses nos pueden decretar millones de semanas de confinamientos perimetrales. He disfrutado unos días en Alquézar. Cuando entrevisté por vez primera a un alcalde de la villa me contó que unos meses antes Le Monde había publicado un reportaje titulado “Quien no ha estado en Alquézar no ha estado en España”. No constaté -mal- la literalidad de la cita, pero he sido notario de esa realidad.

La Sierra de Guara, como asegura mi admirado Paco Lacau, es lo más diferencial del Alto Aragón, aseveración que difícilmente admite dudas a pesar de que muchos otros territorios, valles y desiertos acreditan la diversidad prodigiosa de la provincia. Son curiosos los contrastes: la prehistoria nos ha donado en Alquézar (como en Colungo y el entorno) unas visiones idílicas por lo agrestes, y es en este hábitat en el que ha brotado un cultivo maravilloso: la afabilidad de sus gentes, sabias y humildes, acogedoras hasta el punto de que uno se siente como en casa. 

Desde que Ángel Sierra nos recibió en sus apartamentos, la sucesión de calidez ha sido imparable. El joven cura Cabrero (felicidades con un día de retraso) no sólo da bendiciones, sino que guía junto a Javier Cavero por la imponente colegiata (y por medio Somontano y Sobrarbe). Luego gozamos con ese conversador de gala que es el alcalde Mariano. El Alquézar pandémico tiene establecimientos cerrados y puertas abiertas de par en par, incluso su minimercado de la entrañable Nati. Todo fluido, delicioso.

Se confesó Albert Einstein que los ideales que iluminaron su camino y una y otra vez le aportaron coraje para enfrentar la vida con alegría fueron la amabilidad, la belleza y la verdad. Esa trinidad es Alquézar, esa providencia es Guara.