Opinión
Por
  • Javier García Antón

La juez Carmen

El Monasterio de Sijena Carmen Aznar
El Monasterio de Sijena /Foto Rafael Gobantes ]
Rafael Gobantes

EN UN PAÍS cuya patrimonialización del conocimiento se distribuye entre los programas de chascarrillos rosas, el feisbuk y el Twitter, los jueces sufren las arremetidas de esas legiones de todólogos que leen en proporción inversa a la barbaridad de títulos que enumeran. Los hay encantados de la vida, los “estrellas o mediáticos”, a los que la maquiavélica presencia en los mentideros les hace obviar en ocasiones aquella condena de Quevedo de que menos mal hacen los delincuentes que un mal juez.

Pero la inmensa mayoría, al menos de los que he conocido en mi ejercicio, prefieren la discreción aunque a veces sea imposible. Aplican los cuatro atributos que recomendaba Sócrates: escuchar cortésmente, responder sabiamente, ponderar prudentemente y decidir imparcialmente. El terreno que se abona con la humildad es el que ofrece la cosecha de los mejores frutos. En él se desenvuelve Carmen Aznar, cuya magnificencia personal queda sellada por tres notarios de los que cobro la mejor fe: el matrimonio Adriano-Marta (que regentaran el bar rojo) y Ángel Huguet.

Carmen Aznar Plana ha visto, por jubilación forzosa según rezó el Boletín Oficial del Estado de ayer, llegar la edad del júbilo, que en su caso es dorada por la acrisolada carrera en la que ha puesto por encima de refulgencias la vocación de servicio al ciudadano día a día, caso a caso, con la vara de la ley e intentando acercarla a la regla del sentido común, en Derecho no universalmente concomitantes. Y, claro, entre tanto trabajo cotidiano, un buen día tuvo el valor, la sabiduría y la audacia de emitir un fallo histórico: el que propició la vuelta de las piezas a Sijena, el arranque de la recuperación de la dignidad, la memoria y la justicia. Un servicio a nuestra historia y nuestra identidad.