Opinión
Por
  • Javier García Antón

Práctica de la estupidez

estupidez
Emoticono de estupidez
S.E.

POR INFLUENCIA de mi última lectura, salí ayer casi sugestionado de casa con un detector de memos en recuerdo de Allegro ma non Troppo, el ensayo en el que Carlo Maria Cipolla recogió su magistral Teoría de la Estupidez. No tardó mucho la mañana en presentarme uno, que probó mi santa paciencia.

El de Pavía catalogó a los seres humanos en cuatro categorías: los inteligentes que benefician al prójimo y a sí mismos; los incautos que se perjudican pero dan valor a los demás; los malvados que obtienen rédito para sí dañando a los otros; y los estúpidos que zahieren al prójimo y a ellos. En su condición de economista, Cipolla sentenció que es preferible un malvado que un estúpido, porque el primero provoca una transferencia de bienes de unas manos a las propias mientras el segundo no genera si no es destrucción.

De ahí que nada hay más inútil y peligroso que el ejerciente de la estupidez, la última de las reglas del autor, que además sostiene que todos infravaloramos el número de estúpidos que pululan por el medio ambiente (si volaran, todo el día estaría nublado) y también la carga de daño que acarrean en su mismidad, por cierto independiente de su condición económica, identitaria, cultural, social o religiosa. Hay burros en todos los ámbitos.

En esa balanza de beneficios y pérdidas, una vez identificado el estúpido, sólo hay que estudiar la fórmula para contrarrestarlo, si la indiferencia, si el ataque, dependiendo de la entidad destructiva del imbécil.

En estas reflexiones andaba cuando un amigo manda un correo electrónico de la Inspección de Trabajo en el que le inquieren la razón por la que un género predomina en la última selección de personal. Y le digo: ¿contestarles, p’a qué? ¡Es el sentido común, estúpida!