Opinión
Por
  • Félix Rodríguez Prendes

La búsqueda de la verdad o el deseo de saber

Catedral de Huesca.
Catedral de Huesca.
D.A.

El más alto de los apetitos humanos para toda la Filosofía desde los presocráticos ha sido y es la búsqueda de la verdad, es decir, el deseo puro de saber; pero, a la vez, la más dolorosa de las adquisiciones de la sabiduría es constatar que esa ansia es insaciable porque no les es posible a los humanos comprender ni alcanzar toda la verdad y eso a pesar de que cada generación trasmita cuidadosamente a la siguiente sus logros trabajosamente alcanzados. “A mucho saber, mucho dolor; a más sabiduría, más inquietud” (Eclesiastés, 1, 17-18)-

La verdad no es otra cosa que la revelación a la conciencia del ser real y, lo mismo que respecto a la bondad y la belleza, existe una desproporción enorme entre esas ansias que nuestro devenir reclama y las que al estar en el mundo somos capaces de alcanzar. Si nos quedamos solamente ahí, en el aspecto puramente mundano de la verdad, de la bondad y de la belleza, terminaremos indefectiblemente en el hastío que es un estado de ánimo que no podríamos calificar como indiferencia, sino como resultado de un ansia errante que no encuentra el objeto adecuado en el que fijarse. La monotonía del mundo, de tejas para abajo, es la que engendra el hastío y que alcanza su expresión perfecta en el Eclesiastés (3, 1-4,9), cuando, incluso con ritmo cansino, nos va relatando: “Hay momentos para todo: Un tiempo para todo bajo el cielo. Un tiempo para dar a luz, y un tiempo para morir. Un tiempo para llorar y un tiempo para reír”

Ya nos aproximamos un poco a donde queremos llegar, si vemos que la exigencia de verdad, bondad y belleza no nos llenan del todo. Un estrato más profundo de nuestra alma es el ansia de compañía, el ansia de romper con nuestra soledad y esa ansia de enraizar indisoluble y plenamente nuestra persona con otro ser personal que “nos tome en cuenta” solo se satisface cuando nos encontramos con la Verdad. Dice el Señor: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Juan. 14, 6) y eso debe llenarnos plenamente, porque todo intento de fundamentar nuestra existencia en otro ser humano está abocado a irremediable fracaso y eso por un doble motivo: uno, porque enseguida descubrimos que ese ser padece de la misma finitud que nosotros y por tanto no es posible fundamentar, ni siquiera con su entrega amorosa, nuestra existencia y dos, porque la fusión con otro ser humano nunca puede ser completa, cierta e indisoluble porque al final descubrimos que también él, por mucho que nos quiera, también nos está juzgando y por eso siempre trataremos de vendernos bien. Solo Dios nos admite exactamente como somos porque Él ve nuestro interior.

Cuando el Señor nos ha regalado esa dicha de hacerse el encontradizo con nosotros, nos pide también que nos comprometamos con la Verdad, que demos testimonio. Comprometerse, que es más que implicarse, es ser intransigente, que no está reñido con ser caritativo, pero en las cosas de Dios no podemos ceder.”(…)Te has comprometido con una empresa estupenda que te lleva a la santidad. Agradéceselo solo a Dios” (Surco, 184).

¿Hasta dónde ha de llegar el compromiso? Veamos un ejemplo; Para hacer un par de huevos con bacon, se necesita una gallina y un cerdo. La diferencia es que mientras la gallina se implica el cerdo se compromete del todo. En nuestro caso el ¿qué dirán?, el no es el momento, el podemos llegar a un acuerdo, el ya veremos; eso es solo implicarse. Comprometeré es actuar en consecuencia de lo que dice San Francisco: “que yo muera por amor de tu Amor, ya que por amor de mi amor, Tú te dignaste morir” (oración “Absorbeat” FF277)