Opinión
Por
  • Fernanco Alvira Banzo

Premios

La competitividad no fomenta le desarrollopersonal sino que lo enturbia, lo malmete que diría mi abuela Petra, que no eracatedrática sino sabia pese a su anafabetismo.
La competitividad no fomenta le desarrollopersonal sino que lo enturbia, lo malmete que diría mi abuela Petra, que no eracatedrática sino sabia pese a su anafabetismo.
Josiah Matthew

Estar en un campus periférico obliga a quien asume tareas administrativas a viajar con frecuencia al centro del poder universitario, al campus de San Francisco hasta hace unos años, o al Paraninfo más recientemente si se habla de la Universidad aragonesa. Ser en los años ochenta del pasado siglo secretario del recién nacido y exótico Departamento de Expresión Musical, Plástica y Corporal de la Universidad de Zaragoza (fue exótico a los ojos de la comunidad universitaria durante el resto del siglo veinte y lo sigue siendo para la mayoría lo que llevamos del veintiuno) hizo que comenzara una maratón de bajadas a la capital del reino que no acabaría sino con la jubilación, hace algo más de un lustro.

En uno de esos primeros Huesca-Zaragoza, llevando como copiloto a la entonces directora de tan sideral departamento, catedrático de música en la Escuela Universitaria de Formación del Profesorado de EGB de Huesca (Magisterio para los amigos) mantuvimos una conversación en la que ella defendía ardorosamente la abolición de los premios en el aula para evitar la competitividad entre los estudiantes. Seguramente intuía la clase de sociedad a la que estábamos abocados y le debía gustar más bien poco. El paso del tiempo creo que le ha dado la razón.

En ese momento, aprendiz de profe universitario, estaba convencido de que debía intentar motivar a los alumnos otorgando alguna que otra condecoración a quienes eran más ‘espabilaos’ o trabajaban con mayor ahínco o entendían con superior rapidez alguno de los mensajes que pretendía transmitirles, algo que encontró una oposición frontal por parte de la directora departamental durante los setenta kilómetros del recorrido. Los premios en los últimos tiempos han proliferado hasta ocupar un porcentaje considerable de los papeles de prensa diaria y los telediarios más o menos serios; y también, como no, de las revistas de papel brillante y programas televisivos especializados en contar a los sufridos lectores y miradores las más variadas majaderías que acontecen a los pobrecitos famosos. 

Se premia por igual a deportistas de toda especie (estos ocuparían sin duda lo más alto de un hipotético podio) que a escritores aspirantes al Nobel; a cocineros estrellados que a organizaciones no gubernamentales; a locutores de radio y presentadores de televisión que a políticos de cualquier color; tanto a los mejores profesores cuanto a los bomberos más aguerridos; a los guardias, los médicos, los militares, los agricultores, los preocupados por la cultura de su pueblo o de cualquiera de los pueblos, a los artistas sea cual sea su especie, los individuos y las asociaciones más solidarios, los empresarios y los sindicalistas (cada uno por su lado, claro), los hosteleros, los boticarios, los trabajadores del metal, los artesanos, los vendedores y los tenderos, los industriales, los diseñadores, los estudiantes del nivel que toque, los pueblos y las montañas, el ganado caballar, lanar o bovino, las mascotas, los vinos y los quesos… 

No hay día sin premiado en esta sociedad que incrementa su ansia premiadora a la misma velocidad que oferta una realidad diferente en la que sentirse los reyes del mambo; una nueva realidad en la que, supongo, puede cada uno otorgarse el premio virtual que le venga en gana… 

No cabe duda que el paso de los años hace que reestructures tus opiniones, algo que en algunos casos resulta del todo patente; piense el sufrido lector en determinados políticos que, mire usted, han recorrido el arco parlamentario de derecha a izquierda o viceversa; aunque reconozco que en el asunto de los premios escolares mi opinión forjada en uno de esos primeros viajes no ha cambiado desde entonces.

La competitividad, pese a quien pese, no fomenta el desarrollo personal sino que lo enturbia, lo malmete que diría mi abuela Petra, que no era catedrática sino sabia pese a su analfabetismo. Y la luminosidad creo que debe de ser uno de los elementos imprescindibles en el desarrollo de los futuros ciudadanos. De turbios ya vamos bien servidos, incluso sin necesidad de comenzar a otorgar premios en las aulas de infantil como predicaba doña Ramonita. 

* Vicepresidente de la Real Academia de Nobles y Bellas Artes de San Luis