Opinión
Por
  • Enrique Serbeto

Gente de bien

Alberto Núñez Feijóo, presidente del Partido Popular, durante la convención de este sábado en Zaragoza.
Alberto Núñez Feijóo, presidente del Partido Popular.
EFE

NO SÉ si muchos de ustedes, amables lectores, se habrán topado estos días con un video de una madre que se declara “totalmente devastada” porque su hija de ocho años tenía que disfrazarse de pescadora en el colegio, sin tener en cuenta que al parecer se trata de una niña vegana, es decir que ella -la madre- ha decidido que su hija sea vegana también y que solo pueda alimentarse de vegetales. En el colegio no le obligan a comer pescado ni nada parecido sino que el motivo de las tribulaciones insoportables que denunciaba esa persona es estrictamente que la niña, como toda la clase durante la fiesta de carnaval, tendría que vestirse de pescadora, lo que en su universo particular debe ser una imagen de asesino de inocentes pececitos. Al parecer se trata de una contradicción insoportable con unos principios que ella ha asumido por voluntad propia a pesar de las dudas científicas que plantean y ante los que, sin embargo, exige el respecto irrestricto del resto de la comunidad escolar.

Soy de los que creen que el cuidado de las minorías y la tolerancia debe tener límites. Primero porque no todo lo que reconocemos un grupo minoritario merece la misma consideración: hay cosas que vienen determinadas por razones inevitables y no elegidas, como el aspecto físico, y otras que son absolutamente voluntarias, es decir elegidas por las razones que sean. No es lo mismo decir que todos los seres humanos merecen que se les reconozca su dignidad intrínseca, independientemente de la raza o el sexo con el que han nacido, que sostener que ese derecho se extiende a todas las excentricidades que se le puedan ocurrir a cualquiera, porque eso nos lleva a la absurda situación de que todo quisque sería una minoría. Y en segundo lugar porque, cada vez con mas frecuencia, esa defensa de los derechos atribuidos a una minoría se convierte en una opresión insensata e injusta para la mayoría, lo cual engendra una situación desproporcionada y al menos igual de injusta que la que se pretendía atender.

Supongo que es eso a lo que se refería Nuñez Feijóo el otro día en el Senado cuando le dijo al presidente Sánchez que dejase de perturbar a la “gente de bien”, expresión vetusta que se refiere a esa inmensísima mayoría que vive sin molestar y se para en los semáforos cuando debe. Me ha sorprendido mucho que le hayan reprochado al jefe de la oposición que usara esa expresión, nada extraño en estos tiempos de censura preventiva de lo políticamente correcto. Tampoco podría haber dicho “gente normal” que es lo que te sugiere el sentido común, porque ahora se nos quiere convencer de que también es normal cualquier adolescente cargado de arandelas metálicas colgando de orificios artificiales en la nariz, que dice que viene de otro planeta y que no quiere que se le atribuya una determinada identidad sexual. Vivimos una época en la que un discurso sensato tiene que pasar forzosamente por un campo de minas dialécticas y es imposible no pisar alguna para decir obviedades como esta.

La palabra respeto, que hemos convertido en el principio básico de la convivencia, viene del latin “respicere”, que significa volver a mirar, mirar con atención, y parece que ha transformado su significado a partir de esa mirada de veneración dirigida a la autoridad hasta la consideración genérica que se ha extendido a todo, prácticamente sin excepción. Ahora merece respeto hasta el gato, sin necesidad de que haga ningún mérito para ello. Por eso se multiplican los grupos que desarrollan una diferencia en cualquier orden de la vida, basándose en sus particulares puntos de vista, y se dedican después a desafiar a los de la mayoría. 

Por ejemplo, existe lo que conocemos como feminismo, que ha defendido -y afortunadamente ha logrado- abolir la injusta situación de sumisión en la que se encontraban casi todas las mujeres, pero el otro día supe que también existen “feministas antiespecistas” que pretenden extender el mismo principio a todas las hembras, sin distinguir si son personas o animales. Ahí veo yo una raya muy clara que me impide considerar como algo respetable tamaño disparate. Pero esa raya que veo yo, no la ven ellos y tampoco muchos que seguramente no comulgan con esas teorías, pero se creen en la obligación de dar por aceptable todo lo que venga. 

Así se han hecho en España cosas tan poco sensatas y que contradicen certezas científicas como esta ley que llaman “Trans” que jamás podrá evitar que unas tengan que ir al ginecólogo y otros al urólogo, o sencillamente estúpidas como la del supuesto bienestar animal que concede derechos a bestias que no pueden asumir obligaciones y que prohíbe darle un escobazo a un ratón que entre en tu casa. Todo esto son imposiciones apadrinadas por supuestas minorías que han elegido voluntariamente vincularse con doctrinas estrafalarias y que pretenden que sean avaladas por el resto de la sociedad. Si alguien se empeña en sostener que es Napoleón puede estar en su derecho, pero lo que no veo tan normal es que los demás estemos obligados a saludarle como si lo fuese de verdad. La defensa de Feijóo de la gente de bien me parece ahora mismo la bandera más necesaria. No solamente porque representa sin duda a la mayoría, sino porque esa expresión define perfectamente lo que llamamos sentido común que es el universo de lo razonable.