Opinión
Por
  • Carlos García Martínez, Expresidente de la DPH de 1983 a 1987

“Nuestra Europa”

Banderas ante la sede de la Unión Europea en Bruselas
Banderas ante la sede de la Unión Europea en Bruselas
S.E.

La Tierra “Patria de la Humanidad”, citábamos hace poco en estas acogedoras páginas, glosando la letra de “La Internacional” y referíamos el precio de la revolución de un pueblo esclavo. Deberíamos distinguir, al analizar los grandes procesos históricos, entre “Reforma” o “Revolución” con mayúsculas. Revoluciones políticas ha habido muchas en la historia, como la Revolución francesa y la soviética de Octubre de 1917, y ha habido y sigue habiendo reformas revolucionarias en espacios no políticos, desde el uso de la rueda a Internet, sin olvidar los casi misteriosos descubrimientos del mundo cuántico o la inteligencia artificial.

Hubo también conquistas y batallas que revolucionaron la sociedad euroasiática, como el triunfo de los griegos contra los persas en el Paso de las Termópilas y en Salamina (480 a. de C.), sin el cual no hubiera existido la filosofía de Platón, ni el derecho romano, ni la duda metódica de Descartes, ni hablaríamos las lenguas que usamos, ni Europa. Los europeos somos lo que somos gracias a aquellas victorias y, después de las dos guerras mundiales que la asolaron, a los fondos del Plan Marshall, que impulsaron su recuperación. La más revolucionaria de las reformas de nuestro tiempo es la de la igualdad de derechos de la mujer, que avanza sin remedio y culminará a pesar de los preceptos del Islam, así como la laicidad y muchas otras.

Entre los avances civilizatorios que más nos afectan destaca con luz propia la creación de la Unión Europea, constituida en 1993 mediante el Tratado de Maastricht, y los pasos dados desde entonces. Reformismo, en este caso revolucionario, de las sociedades, paso a paso. Y en esas estamos. Los millones y billones que se llevan gastando para evitar catástrofes mayores y conducir hacia una “sociedad del bienestar” más igualitaria y compartida por los ciudadanos que la integran, son una inversión en nuestra proyección futura y establecerán un vínculo entre generaciones para renovar el sentimiento de comunidad entre las naciones europeas. Un plan Marshall de estas características ayudará a construir una Europa más moderna y sostenible como ha ocurrido en otras crisis históricas. Para ello hay algo que esta nueva Europa necesitará más que nada; que la ciudadanía europea aspire decididamente a compartir un futuro común de los pueblos que la habitan en el que se apoyen los unos a los otros. Con cada acto de solidaridad Europa se recuperará un poco más.

En España, nuestro país, renuncio a enumerar los grandes beneficios que obtiene, año a año, desde nuestra integración en la hoy Unión Europea. Para nuestra red de comunicaciones, por ejemplo, y para apoyar iniciativas de nuestro Gobierno, como los ERTE y la llamada “Excepción Ibérica”, compartida ésta con Portugal, que suavizaron las carencias de trabajadores y autónomos y el coste de combustibles y alimentos durante la pandemia. Por todo ello y lo que vendrá, como la integración de nuevos países y ciudadanos, los primeros para hacernos más fuertes en el mundo y los segundos para compensar con sangres nuevas la caída de la natalidad y el envejecimiento de nuestra Europa, tiene pleno sentido promover una idea de copertenencia que salve las fronteras nacionales, edificada desde los valores que aspiramos a encarnar. Los sentimientos sólo tienen conciencia local. Más allá de la familia, del territorio, del terruño, todas las patrias son excluyentes, y cuando algunas tradiciones y costumbres se solidifican se convierten en peligrosas.

Las ideas de racionalidad, justicia, democracia o libertad y una moral universal no suelen invocarse en las exhortaciones patrióticas. En el siglo XX, invocaciones a patrias excluyentes provocaron los horrores de Auschwitz y el Gulag. Todavía hoy, invocaciones tribales o a las normas supuestamente dictadas por diversos dioses, perturban gravemente la vida de millones de personas, sobre todo mujeres. El mundo es un lugar peligroso y siempre lo será. Debemos aprender a vivir con ello y vivir en Europa nos ayudará, sin duda. En esa compleja estructura de gobernanza que llamamos Europa, donde ningún europeo pueda sentirse exiliado en ningún otro país, el tren de la integración no se ha detenido en ningún momento. La mayoría silenciosa tendrá que movilizarse. En la Unión Europea, para acabar con la exhortación más importante, no basta con los programas Erasmus y similares. Hay que llegar a los sentimientos de las gentes. Hay que sentirse algo más que poseedores de una moneda común. No es fácil transferir el sentido de pertenencia a tu lugar de nacimiento a otro de adopción si además los sistemas educativos priman el sentimiento localista más cercano.

En fin, que hace mucho frío fuera de Europa y, por cierto, muy pocas banderas de Europa en nuestros fronterizos pueblos y ciudades.