Opinión
Por
  • Alberto Fandos Portella

Detente

Lejos queda la capacidad personal y colectiva de detenernos a pensar quiénes somos, dice el autor.
Lejos queda la capacidad personal y colectiva de detenernos a pensar quiénes somos, dice el autor.
Duygu

EN LA COLOSAL vorágine de los tiempos modernos, nos encontramos enredados en un tejido de deseos y ansias desbocadas. Nos hemos convertido en una sociedad dominada por la avaricia, un apetito voraz que desemboca en la insaciabilidad. La hambruna crónica de la insatisfacción. Más y más por el mero más y más. Lejos queda la capacidad personal y colectiva de detenernos a pensar quiénes somos y echar la vista atrás para recapitular de dónde venimos. Ni mucho menos valorar lo que ya tenemos a nuestro alcance y tomar aliento de todo lo que hemos conseguido como sociedad en un mundo en el que el placer va de la mano de la velocidad.

Es curioso. En realidad, en nuestras sociedades avanzadas, tenemos acceso a una abundancia sin precedentes, donde lo innecesario supera la mera necesidad de supervivencia. Contamos con un servicio sanitario que opera a todas horas, todos los días del año, brindándonos atención médica sin coste alguno. No padecemos hambre ni nos acecha el espectro de la guerra en nuestros territorios, a pesar de sentirla cerca en algunos momentos. Pero no importa. Da igual. La propia realidad, víctima de sí misma, nos empuja hacia un estado de complacencia, eclipsando el valor de lo esencial. La normalización de lo anormal.

Inmersos en un océano de opciones, donde todo parece estar ahí, en nuestra mano con un simple gesto. La legitimidad de agarrar todo deseo superfluo -desde el más simple hasta el más extravagante- por la propia diversión, sin reparar en las consecuencias. Y la normalización de la indecisión por el sinfín de alternativas que nos ofrecen los escaparates.

La cultura del “quiero más”. La epidemia del inconformismo. Desde temprana edad nos abren la puerta del antojo. Esta mentalidad, lejos de enriquecernos, nos ha empobrecido en términos de apreciación y gratitud. Una forma de entender la vida que se retroalimenta al ansiar lo que otros tienen e incluso a quedar por encima. El placer de la superioridad.

La irresponsabilidad de la codicia y la inmediatez. No sabemos valorar lo esencial porque nunca hemos experimentado la carestía de lo fundamental. Incapaces de apreciar la salud hasta que enfermamos, de valorar la paz hasta que se ve amenazada por conflictos lejanos o de añorar a alguien hasta que lo perdemos.

Los medios de comunicación, ansiosos por despertar interés e intriga en la audiencia, tienden a la sobrecarga de sucesos negativos en sus informaciones. La cotidianidad del desastre que nos conduce a la normalización de la desgracia ajena y a la relatividad del mal.

La ilusión de la abundancia infinita, donde la satisfacción instantánea se convierte en nuestro único propósito. Pero, ¿qué ocurre cuando esta ilusión se desvanece? Nos enfrentamos a la cruda realidad de nuestras limitaciones, de nuestras carencias emocionales y espirituales.

La incapacidad de despertar del letargo de la avaricia. Y el rechazo a revalorizar lo esencial, de cultivar una actitud de gratitud hacia todo lo que ya poseemos.

Cuesta creer en que llegue ese momento donde por fin nos enfrentemos a la negativa, de que aprendamos a aceptar que no siempre podemos tenerlo todo. En esa aceptación, en ese reconocimiento de nuestras limitaciones, quizá nos sorprendamos encontrándonos con la verdadera libertad y plenitud. Lo queremos todo. Y ya lo tenemos todo. Detente.